Decía Winston Churchill, en una de esas frases que parecen diseñadas para sobrevivir a quien las pronuncia, que “esto no es el final. No es siquiera el principio del final. Pero tal vez sea el final del principio”. Fue al anunciar la victoria en El Alamein, y uno imagina la escena: mapas desplegados, humo de tabaco, la guerra apenas virando de sentido. Hay batallas que, aunque decisivas, no clausuran nada, solo anuncian que lo peor todavía no empezó.
La política argentina vive, quizá, ese tipo de instante. Un umbral. Un pasillo donde lo que se extingue no termina de morir y . El actual gobierno, que comenzó prometiendo un libertinaje económico de laboratorio —una utopía para los fanáticos de la curva de Laffer y los foros de Reddit— se ha ido convirtiendo en un personaje de sí mismo: histriónico, declamatorio, con un barniz gorila en el discurso, y una extraña vocación por banalizar memoria, verdad y justicia. Es la táctica de quien sabe que no puede gobernar el presente, y entonces intenta gobernar el pasado.

El radicalismo, en cambio, parece empezar a reordenarse. Tal vez sea el final del principio de la desorganización producto del shock libertario. Las posiciones internas se han sincerado: ya sabemos quiénes quieren reducir el partido a un par de feudos provinciales y quiénes piensan en un armado nacional capaz de ofrecer alternativa. Esa desnudez —incómoda pero necesaria— libera al partido de la hipocresía de la unidad ficticia.
La liga de gobernadores radicales, junto al peronismo cordobés y mandatarios como los de Chubut y Santa Cruz, insinúa una base de cooperación política que podría convertirse en algo más que una defensa corporativa. Se trata de algo tan viejo como decisivo: volver a producir contenido político. No basta con resistir; hay que ofrecer.
Aquí conviene recuperar dos palabras olvidadas: gestión e ideología. Scalabrini Ortiz decía que “un país no se hace con los hombres que miran hacia afuera, sino con los que se inclinan sobre la tierra y la trabajan con amor”. Esa inclinación es la ideología, no una bandera abstracta, sino el músculo que da fuerza a la gestión. Sin ideología, la gestión es mera administración; sin gestión, la ideología se convierte en consigna hueca.

La visión del mundo define las prioridades: unos ven enemigos invisibles, traman batallas contra molinos de viento y convierten a los débiles en carne de sacrificio. Otros intentan gestionar con equidad, distribuir con inteligencia, sostener un equilibrio fiscal que no sea un dogma sino una herramienta. Porque el equilibrio fiscal es importante, pero jamás debe convertirse en el timón absoluto del barco. El rumbo lo da la democracia entendida no como rito electoral, sino como pacto de justicia social.
En ese sentido, vale rescatar una de las ideas más potentes de Raúl Alfonsín: la ética de la solidaridad. No como un gesto caritativo o sentimental, sino como una estructura moral y política que ordena las decisiones de gobierno. Esa ética plantea que la libertad individual sólo florece cuando existe una base de igualdad real; y que el progreso económico, si no se traduce en dignidad compartida, es apenas un decorado para unos pocos.
Esta ética de la solidaridad puede ser la bandera del nuevo conglomerado nacional que se está insinuando. Una síntesis entre racionalidad económica y sensibilidad social. Racionalidad para evitar que el Estado se convierta en una maquinaria ineficiente y clientelar; sensibilidad para que el ajuste no recaiga, como siempre, sobre los mismos. No se trata de administrar la pobreza, sino de remover sus causas estructurales.

La racionalidad económica sin sensibilidad social es puro tecnocratismo. La sensibilidad social sin racionalidad económica es pura retórica. La fuerza de esta conjunción radica en que una sostiene a la otra: el equilibrio fiscal como herramienta para garantizar derechos, y los derechos como límite y orientación de cualquier política fiscal. Esa es la matriz que puede devolverle sentido y dirección a la política argentina.
Quizá todo principio sea, en verdad, un eco de su final; y todo final, la sombra anticipada de un principio que ya nos aguarda.
DIARIO CON VOS



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